MI FONAMAD

El campeo nocturno se alarga más de lo normal en las noches invernales que ya son duras en la meseta castellana. El frío se mete en el cuerpo a pesar de nuestro tupido pelaje por lo que nos gusta estar en movimiento para mantener nuestros cuerpos calientes. Mala época para nosotros si es que realmente tenemos alguna buena, el alimento escasea y si queremos algo que llevarnos a la boca no queda otra que dedicar más horas a buscarlo mientras añoramos la primavera con sus días de bonanza.


© Javier Peña


De regreso a mi encame en unas escobas al pie de una linde, protegido de los aires del norte y bajo la atenta mirada del mochuelo (que, aunque parezca dormido está siempre pendiente de todo lo que sucede a su alrededor) paso por el terreno de mi compañera. Los zorros no somos de encariñarnos mucho con nuestros congéneres ya que solemos cambiar de pareja cada año, pero con mi vecina llevo ya dos temporadas sacando a nuestra prole adelante no sin sufrimiento y alguna que otra desgracia. Me llama la atención que no la encuentro en su dormidero, en breve empezaremos con nuestros amoríos y ya ando más pendiente de ella que en otras épocas del año, pero como digo, son tiempos difíciles y tenemos que alargar el tiempo de campeo para la búsqueda del alimento… Pienso que estará aprovechando la luna llena de esta gélida noche ya que, como el frío congela todo, nuestro magnífico olfato se vuelve menos efectivo y nos toca alargar la jornada en busca de comida haciendo también uso de nuestra buena vista y oído.

© Javier Peña


Comienza a clarear en el horizonte cuando me acomodo entre la hierba libre de escarcha, protegido por las retamas me cubro con mi tupida cola para evitar la fuga de calor y a echar una cabezadita con los sentidos siempre atentos que los peligros son muchos y la confianza es mala amiga para nosotros, no nos podemos permitir un sueño profundo. Dos potentes estruendos que rasgan el silencio de la mañana me despiertan del duermevela en que me encuentro; sobresaltado me pongo en alerta, ese sonido que por desgracia nos es tan familiar se nos mete en la cabeza, nos paraliza, nos invade el miedo, sonido que en esta época invernal es más frecuente cuando los hombres salen con sus escopetas y sus perros, esos familiares lejanos más emparentados con los lobos que prefirieron la seguridad y comodidad de vivir junto a sus amos y serles fieles en sus servidumbres pagando con ello un alto precio: su libertad, algo que nosotros de ninguna manera quisimos aceptar.


© Javier Peña


Un mal presentimiento me viene a la cabeza, un mal fario, rápido regreso al encame de mi amiga que sigue vacío, lo que a estas alturas del día ya no es nada normal, y me invade cierta preocupación… Emito pequeños ladridos de llamada buscando su respuesta, aunque el riesgo de desvelar mi posición al escopetero y su compañero canino es alto. Me restriego en el suelo con mi cuerpo en su cama para impregnarme de su olor a la vez que la dejo marcada mi presencia y sin pérdida de tiempo comienzo a rastrear por sus zonas de correrías en su búsqueda.


© Javier Peña


Me viene a la cabeza la primavera pasada y el cariño con el que protegía a nuestras crías mientras yo me dedicaba a aportarla algún alimento a ella y a los zorrillos, un día un conejo, otro una perdiz, las más de las veces topillos… la primavera es tiempo de bonanza y no falta algo que echarse a la boca. Pero nuestra existencia siempre está llena de peligros desde el momento en que nacemos y esta vez no fue menos ya que de los cuatro zorretes que formaban la camada sólo salieron dos adelante, dos hermosísimas hembras… Uno de sus hermanos fue atrapado por la poderosa garra del águila, su madre dio el aviso de alarma y mientras que los demás corrieron raudos a protegerse a la zorrera el más pequeño de los cuatro hermanos no fue lo suficiente rápido y la Real le atrapó a las puertas de la madriguera. La otra cría murió por su curiosidad, ya habían pasado unos meses desde su nacimiento y las salidas se hacían más frecuentes. Desde pequeños les enseñamos a ser muy prudentes y desconfiados, especialmente con el alimento “fácil” que se encuentran abandonado, su inocencia juvenil la hizo probar ese cacho de carne aparentemente sabroso y no tardó en encontrarse mal hasta que murió en unas pocas horas… había sido envenenada. Las dos pérdidas nos causaron gran dolor y pena, pero es nuestro día a día y no hay tiempo para los lamentos ya que sus dos hermanas reclamaban nuestra atención y cuidados continuamente.


© Javier Peña


Sigo recorriendo el terruño buscándola mientras escucho de vez en cuando algún disparo y con cada uno de ellos un sobresalto; venteo el aire en busca de indicios que me indiquen por dónde seguir su rastro, pero no me llega ninguna señal. Procuro evitar los oteros para no dejar ver mi figura y no quedar demasiado expuesto, cada cierto tiempo olisqueo el terreno encontrando alguna pista de por dónde ha pasado renovando con ello mis esperanzas.



© Javier Peña

© Javier Peña


A media mañana veo a lo lejos la figura de mi mayor enemigo que se retira tras su jornada de caza, me escondo tras un viejo tocón para no darle la oportunidad de tenerme a tiro. Me pregunto por qué tanta inquina hacia los de mi especie por parte del hombre, queremos pasar desapercibidos y lo más lejos de ellos, sabemos que meternos en sus asuntos suele traer nefastas consecuencias para nosotros. Cuando el hambre aprieta no nos queda más remedio que acudir a sus gallineros en el invierno o visitar sus viñas en el otoño, un pequeño pago a cambio de una labor de limpieza de ratones y topillos que nosotros ejercemos en los campos y que a ellos tanto daño les causa en sus cultivos, pero muy pocos de su especie saben valorar nuestra labor de raticidas; nos acusan de competir por “sus perdices y sus conejos” como si fueran de su propiedad cuando de siempre han formado parte de nuestra alimentación. Nosotros sólo cazamos para alimentarnos no como deporte o distracción y la mayoría de las veces caen en nuestras fauces los individuos más débiles o viejos haciendo con ello una selección natural; pero el hombre, desde el inicio de los tiempos nos sigue viendo como su enemigo, como una especie a extinguir, una más de su larga lista de especies que suponemos una amenaza para sus intereses.


© Javier Peña

© Javier Peña


En mi búsqueda me cruzo con un pequeño grupo de corzos en cuya mirada y comportamiento puedo adivinar su nerviosismo, no por mi presencia (salvo en primavera que de vez en cuando me puedo hacer con un corcino para dar de comer a los míos, para los adultos no supongo ninguna amenaza), sus miedos tienen el mismo origen que los míos, al que sin duda habrán visto pasar hace un rato como yo lo hice, con su arma siempre dispuesta a escupir fuego.


© Javier Peña

© Javier Peña


El cansancio empieza a hacer mella en mis ánimos y en mi físico al igual que en mis esperanzas, el sol está en todo lo alto y de mi compañera ni rastro, pero sigo incansable de aquí para allá recorriendo altozanos, tierras de labor, rastrojos, vallejos, pequeños bosquetes. Vuelvo a pasar por las zonas por donde ella se suele mover repitiendo los ladridos de llamada, me meto en los dominios de mis otros congéneres donde tampoco encuentro señales de su paso. Cada vez más temeroso de lo que le haya podido pasar, alzo la vista y una nueva visión me hace confirmarme en mis peores temores y es que esa formación tan típica en nuestros cielos de las carroñeras en vuelo no es un buen presagio, siempre va ligada a la muerte, la ley de la naturaleza: para que unos vivan otros tienen que morir.


© Javier Peña

© Javier Peña


Toda una noche en busca de alimento y buena parte de la mañana con la angustia en el cuerpo tratando de localizar a la zorrita me va haciendo mella; abatido me dispongo a volver a mi rincón a descansar y para ello tengo que cruzar uno de esos caminos alquitranados que nos queman los pies en verano y que los hombres construyen para desplazarse con esos trastos ruidosos que nos llenan los hocicos de humo; conocemos los peligros de atravesar estas vías y toda precaución es poca por lo que antes me paro para mirar a un lado y asegurarme que puedo pasar, miro al otro lado y la sangre se me hiela… a no mucha distancia una masa de pelo rojizo yace en el asfalto, no me atrevo a dar un paso hacia ella, inmóvil en el centro de la carretera los ojos se me humedecen. Se acerca uno de esos trastos de cuatro ruedas que me saca de mí trance, me parapeto tras unas hierbas en la cuneta y allí me quedo llorando a la manera que lo hacemos los zorros, en silencio. Con toda la rabia del mundo arrastro su cuerpo inerte fuera de la carretera, abandonándolo bajo unas chaparras de encina. A paso lento y abatido, sin querer mirar atrás, me voy alejando. La historia una vez más es cruel con nosotros, pero no hay tiempo para los lamentos, la vida sigue y nosotros con ella, vivir o morir.


© Javier Peña


Es nuestro destino, siempre escondidos, siempre huyendo del hombre y sufriendo su persecución: cepos, venenos, trampas, disparos, atropellos… por unas causas o por otras nuestros encuentros suelen acabar mal siempre llevando nosotros la peor de las partes; aunque también hay que decirlo, sentimos que otros de su especie nos tienen respeto y admiración, incluso algunos en nuestros encuentros nos apuntan con unos trastos alargados que se echan a la cara, máquinas que desde lejos pudieran parecer escopetas pero que no disparan fuego sino tan sólo emiten un leve “clic” y que cuando se lo apartan de la cara tras hacerles un posado por nuestra parte, sonríen satisfechos por “su trofeo”… curiosa y rara especie ésta de los humanos.



© Javier Peña


Texto e imágenes realizados por
Javier Peña




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